Somos seres tecnológicos cuya evolución se basa en el conocimiento
REFLEXIÓN SEMANAL 07-13/05/18
Hace tiempo que el ser
humano dejó de evolucionar por adaptación natural al medio. De
hecho, desde el preciso momento en que comenzamos a adaptar el medio
a nuestras necesidades como especie (como cambiar la temperatura
ambiente con los benditos aires acondicionados en estos días de
intensa calor). Aunque, siendo rigurosos podemos afirmar a estas
alturas de nuestra joven historia sobre la Tierra –tal y como
categorizan los genetistas en pleno siglo XXI-, que si algo no hay de
natural en la naturaleza es justamente el ser humano. (Por ello no
encontramos el mítico eslabón perdido entre el homo sapiens y un
hipotético antepasado simiesco, aunque este es trigo de otro costal)
Si no evolucionamos por
adaptación biológica al medio, como el resto de especies animales,
¿cuál es el motor de nuestra evolución como especie?. La
respuesta, por obvia, no es menos reveladora: el conocimiento. Un
instrumento de evolución, por otro lado, mucho más vertiginoso que
el ritmo de cambio y adaptación que conlleva el proceso biológico.
Y si no, comparemos cómo ha cambiado la vida de nuestras madres en
tan solo cuatro décadas (de la televisión en blanco y negro a
comunicarse a tiempo real mediante whatsapps, por poner un ejemplo),
frente al aparente inmovilismo de cualquier animal que necesita
siglos para cambiar su hábitat o morfología.
Un conocimiento como
motor de nuestra evolución que en esencia contiene dos campos de
trabajo indisociables entre sí, como dos caras de una misma moneda,
la reflexión (propia de las humanidades) y la acción (propia de las
ciencias). Y es que, aunque vivamos en un mundo altamente virtual, no
hay reflexión sin acción, ni acción sin reflexión, aunque a veces
parece que corramos sin saber a dónde vamos. No obstante, aunque el
conocimiento sea reflexivo-activo, es per se tecnológico, de
lo que hace que el ser humano, a diferencia del resto de especies del
planeta, sea un ser tecnológico.
Entendamos aquí
tecnología como lo que etimológicamente es: el conjunto de
conocimientos técnicos que nos permiten crear cosas, ya sea una
poesía, ya sea unos espaguetis a la carbonara, ya sea una mecedora,
ya sea una casa, un ordenador, una carretera, un barco, un satélite
o cualquier otra creación propia del ser humano que previamente no
existía en la naturaleza. De hecho, si miro a mi alrededor mientras
realizo este artículo, me veo rodeado de un mundo creado
artificialmente por la tecnología del hombre, a excepción de mi
“areca” (planta de interior). Y es que el hombre tiene un cerebro
tecnológico, preparado para investigar su entorno creando conexiones
neurológicas que ordena en patrones de conocimiento que le permite
descodificar y reinventar el mundo mediante la tecnología. Tanto es
así, que sólo cabe observar el grado de interacción de un niño de
tres años -un “cachorro” humano-, con una tablet o con un palo.
Somos seres tecnológicos
que evolucionamos con el conocimiento, por lo que es imprescindible
para el desarrollo de nuestra joven especie que el conocimiento
(humanista y científico) sea compartido, ya que queda evidenciado en
esta etapa de la humanidad que la inteligencia colectiva multiplica
nuestro potencial posibilitándonos grandes saltos cualitativos que
nos conducirán a un futuro, si bien aún inimaginable, sí
percibido.
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Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano
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