Somos una sociedad empática frente al sufrimiento ajeno, pero carente de compasión
REFLEXIÓN SEMANAL 02/04-08/04/18
El otro día Teresa, mi
pareja, me guardó un recorte de periódico en el que se entrevistaba
a Richard Davidson, doctor en neuropsicología e investigador en
neurociencia afectiva en el Centro de Investigación de Mentes
Saludables de la Universidad de Wisconsi-Madison, el cual preside. La entrevista, muy interesante, despertó mi interés de manera especial
cuando Davidson expone que “ existe una diferencia sustancial entre
Empatía y Compasión. La Empatía es la capacidad de sentir lo que
sienten los demás. La Compasión es un estadio superior, es tener el
compromiso y las herramientas para aliviar el sufrimiento”. Un
argumento que el doctor justifica tras estudiar las estructuras del
cerebro y constatar que “los circuitos neurológicos que llevan a
la Empatía o a la Compasión son diferentes”. “(...) Una de las
cosas más interesantes que he visto en los circuitos neuronales de
la Compasión -expone el neuropsicólogo-, es que la zona motora del
cerebro se activa: la Compasión te capacita para moverte, para
aliviar el sufrimiento”.
Esta diferenciación con
base neurológica entre Empatía y Compasión nos permite entender el
actual estado de sensibilidad general que existe en la sociedad con
respecto al sufrimiento ajeno, compaginado a su vez, con plena
normalidad, con una total y absoluta inacción hacia la supresión de
dicho sufrimiento. Un estadio que, popularmente, conocemos como:
estar acostumbrados (por no decir inmunizados) a ver el sufrimiento
ajeno, pero sin hacer nada al respecto.
Hay quienes consideran
que la Empatía -uno de los factores claves de la Inteligencia
Emocional, tan en alza en estos tiempos de imperiosa adaptabilidad
cotinua-, es fruto del alto nivel de culturalización general de la
sociedad moderna, gracias a la universalidad de la educación tras la
Primera Revolución Industrial. En otras palabras, que la Empatía
-la capacidad de ser consciente y respetuoso con los estados
emocionales ajenos-, va íntimamente ligado con el nivel cultural de
las personas. Una falsa premisa nada más lejos de la verdad, ya que
los miembros nazis del IIIer Reich (por poner un ejemplo
clarificador), creadores de los campos de concentración y exterminio
de millones de personas -entre ellos niños-, si por algo destacaban
era, justamente, por su manifiesto alardeo cultural y elevado
refinamiento social.
Cierto es que la Empatía,
ese valor social “civilizado” de nuestros tiempos, nos puede
conducir al sentimiento de lástima o pena frente al sufrimiento
ajeno, pero es intrínsecamente pasiva pues se circunscribe dentro de
la inacción que representa la propia observación sin más. En
cambio, la Compasión nos lleva a la acción de aliviar o eliminar el
sufrimiento del que somos testigos. Una capacidad humana tan antigua
como la propia humanidad, que a lo largo de los siglos a estado
presente tanto en la vida laica como religiosa de nuestras
civilizaciones. Así, si bien la Compasión es una herencia de la
Antigua Grecia en nuestra cultura occidental, siendo capitalizada
tanto por el Cristianismo como por el resto de religiones monoteistas
de origen semita (Judaismo e Islam) bajo el concepto de “piedad”
o “misericordia”, también está muy presente en la cultura
oriental siendo la esencia de la vida espiritual del Budismo como
“piedad cuidadosa”. Conceptos teológicos todos ellos cuyo
significado traducimos, en nuestra sociedad laica actual, como
Solidaridad proactiva. O, como bien define la psicología cognitivo
conductual moderna, la Compasión es el comportamiento de Solidaridad
dirigido a eliminar el sufrimiento y a producir bienestar a quien
sufre.
Quedando clara la
diferenciación entre la inacción y la acción (frente al
sufrimiento ajeno) que representan, respectivamente, la Empatía y la
Compasión; queda claro asimismo que una sociedad que no evita el
sufrimiento ajeno -como en el caso de un contexto de crisis
socio-económica como el presente-, por mucha Empatía que tenga
dicha sociedad, ésta carece de Compasión. En otras palabras: que
nuestra sociedad no es compasiva. Un hecho que no solo evidencia que
trabajamos más un tipo de estructuras neurológicas en detrimento de
otras, fruto de una cultura y una educación muy concreta que
promueve el individualismo frente a la solidaridad, sino que también
nos ayuda a entener la paradoja de la existencia de grandes
desigualdades sociales en un mundo de abundancia y gran desarrollo.
Pero lo más
significativo, desde un enfoque de calidad de vida del ser humano, es
que la Compasión -como bien apuntan tanto el Cristianismo como el
Budismo-, hace más bondadoso a la persona que la practica. Y la
bondad -como pone de manifiesto la ciencia neuropsicológica
contemporánea-, es la base para un cerebro sano, lo que repercute en
un bienestar para el propio individuo y, por extensión, para el
conjunto de la sociedad. Así pues, si la bondad es el fundamento
para un estado mental y emocional sano, la pregunta que nos tenemos
que hacer es: ¿qué tipo de sociedad estamos promoviendo sobre la
base de una sociedad que, frente al sufrmiento ajeno, solo observa,
solo comprende, solo se emociona, y no actúa? La respuesta la
encontramos en los antónimos de la Compasión: inhumanidad, egoismo,
insensibilidad y crueldad (retroalimentadores de estados de
sufrimiento). Actitudes humanas -profundamente humanas- que, a todas
luces, nos alejan de cualquier estado mental y emocional saludable.
La buena noticia es que la Compasión, como cualquier otra actitud,
se puede enseñar, aprender e integrar en nuestra vida personal y
social como parte de una cultura más humanizada. Y ya no es Palabra
de Religión, sino Evidencia Científica. Aunque otra cosa muy
diferente es si la Compasión, como valor social, tiene cabida en los
Reinos del Mercado de la libre competencia.
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Nota: Este y otros artículos de reflexión se pueden encontrar recopilados en el glosario de términos del Vademécum del ser humano
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